Europa es un lugar que se nombra como si fuera una casa común, pero cuando uno entra descubre que no hay cocina, solo pasillos interminables. La Unión se parece a esos hoteles de aeropuerto: grandes, impersonales, con moqueta que amortigua los pasos y recepcionistas que hablan varios idiomas sin decir nada.
Mientras tanto, fuera, el mundo se quema. Gaza se muere en directo. Ucrania lleva años contando los días en cadáveres. El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio acuático. Y en Bruselas se suceden las cumbres con el entusiasmo burocrático de quien arregla el mundo firmando un acta.
La extrema derecha crece en todos los rincones como una humedad silenciosa. Hungría, Italia, Francia, Países Bajos. Vox en España. Cada elección es un aviso, pero en Bruselas siempre es temporada baja de alarmas. Se habla de defender los valores europeos mientras se vota en contra de acoger a los que huyen de las guerras que alimentamos con nuestras armas. Se invoca la memoria del Holocausto mientras se financian muros contra familias que solo buscan un suelo seco.
Europa es la paradoja de la abundancia: tiene recursos, tiene poder, tiene historia, pero vive con miedo a usarlos de forma justa. Prefiere la gestión tibia al coraje político, como si el futuro fuese a esperar sentado en la antesala de un despacho. Y mientras tanto, los autoritarios avanzan, los mercados mandan y los ciudadanos se cansan.
A veces uno piensa que Europa es como ese amigo culto y refinado que siempre tiene un discurso brillante en la cena, pero nunca aparece cuando hay que llevar a alguien al hospital de madrugada. Mucha conversación, poca vida.
Y sin embargo, pese a todo, Europa sigue siendo el único sueño compartido que nos queda. El problema es que a veces lo sueñan más los ciudadanos que los dirigentes. Y en los sueños, ya se sabe, basta un mal despertar para que todo se pierda.