En Estados Unidos cada campaña electoral tiene su propio diccionario, y Donald Trump se ha especializado en vaciarlo de zonas grises: o enemigo o subordinado, sin tránsito posible. En su última escala retórica, el presidente ha insistido en llamar “retrasado” al gobernador de Minnesota, Tim Walz, y ha asociado, de nuevo, el flujo migratorio somalí a una supuesta pérdida de control del Estado. Un terreno fértil para él: acusaciones sin sustento, mezcladas con cifras inventadas y la promesa de una “pausa permanente” a la inmigración procedente de países del “tercer mundo”, categoría en la que el mandatario incluye prácticamente a discreción.
La escena —a bordo del Air Force One, rodeado de asesores que ya no se inmutan— no sorprendió a nadie en Washington. Lo que sí llamó la atención fue la insistencia en un insulto cuyo uso en EE. UU. está socialmente proscrito desde hace décadas y cuya carga ofensiva quedó atrás incluso para la derecha tradicional. Eso explica la respuesta de Walz, un antiguo profesor de ciencias sociales que ha lidiado con múltiples comunidades llegadas del Cuerno de África y que, sin alzar la voz, describió el comentario como “doloroso”, no por él, sino por los niños “a quienes hemos educado durante treinta años para que no lo utilicen”.
La frase del gobernador, casi pedagógica, contrasta con el tono del presidente. El contraste habla más de la deriva institucional que del propio contenido del insulto.
Entre la propaganda y la política
Trump no discute políticas, sino identidades. No fiscaliza decisiones de gestión, sino que señala colectivos. En su relato, Minnesota habría “permitido” la entrada de “cientos de miles” de somalíes —una cifra disparatada incluso para los estándares del trumpismo—, mientras el país “paga miles de millones a Somalia, que ni siquiera es un país”. La afirmación, además de falsa, revela otro patrón: la deslegitimación de Estados frágiles como argumento electoral interno, un recurso que ya utilizó en 2017 con Haití y varios países africanos.
Para la diplomacia estadounidense, cada una de estas declaraciones exige una ronda posterior de aclaraciones. Y, sin embargo, el desgaste ya no preocupa únicamente a los embajadores. Lo inquietante es que el presidente emplee el insulto como pieza central de su arquitectura política, convencido de que esa forma de comunicación le garantiza adhesión entre sus votantes más fieles.
Walz, por su parte, eligió no entrar en el cuerpo a cuerpo. Se limitó a recordar que Trump “ha normalizado este tipo de comportamiento odioso”, una frase que podría figurar en cualquier informe académico sobre el deterioro del lenguaje público en EE. UU. durante los últimos siete años. El gobernador, que conoce bien a la comunidad somalí asentada en Minneapolis y Mankato, prefirió centrarse en el impacto real: miedo, desinformación y un discurso que estigmatiza a decenas de miles de ciudadanos estadounidenses.
La escena se volvió todavía más reveladora cuando Trump, al ser preguntado por la resonancia magnética reciente a la que se sometió, afirmó con naturalidad que era “perfecta” y que no sabía qué parte del cuerpo le habían examinado, aunque “no podía ser el cerebro” porque ya había “sobresalido” en un test cognitivo. El comentario, que combina jactancia y desinterés por la transparencia sanitaria, muestra hasta qué punto la autopercepción del presidente ha reemplazado a cualquier mecanismo de control público.
En otro momento histórico, la salud del presidente sería objeto de supervisión institucional. Hoy se reduce a un apunte de campaña, una nota al margen en un discurso marcado por el exceso y la descomposición de las reglas tácitas.
Mientras tanto, en los estados, los gobernadores lidian con problemas que no admiten eslóganes: vivienda, seguridad pública, gestión económica, integración social. Esa distancia entre la retórica presidencial y la realidad administrativa se hace más evidente cuanto más avanza la campaña. Walz y otros mandatarios locales son, en cierta forma, el contrapunto involuntario de Trump: muestran qué es gobernar cuando no se gobierna desde el espectáculo. Pero en la Casa Blanca, el presidente ha decidido que el conflicto es su terreno natural, incluso cuando debe fabricarlo.