Desde el atril de Naciones Unidas, Donald Trump ha vuelto a utilizar el altavoz internacional para desplegar su programa de tensión permanente: atacar al multilateralismo, respaldar sin matices al gobierno de Netanyahu, criminalizar la inmigración y poner en duda las bases científicas del cambio climático. Un discurso que mezcla viejas obsesiones con nuevas amenazas, mientras EE. UU. se aleja, una vez más, del consenso global.
Un aliado incondicional de la ocupación
Trump no solo ha negado la legitimidad del reconocimiento del Estado palestino, sino que lo ha calificado de “recompensa” al terrorismo. En un momento en que países como Francia, Bélgica, Canadá, Australia o Reino Unido han dado pasos concretos hacia el reconocimiento de Palestina, tras más de 65.000 muertos en Gaza, el presidente de EE. UU. ha optado por redoblar su alineamiento con el gobierno israelí, ignorando deliberadamente el clamor internacional y la devastación humanitaria.
La mención a los rehenes, un recurso retórico constante en su discurso, pretende justificar la negación del derecho palestino a la autodeterminación, mientras omiten sistemáticamente los crímenes de guerra cometidos por Israel y la destrucción masiva en la Franja de Gaza. Trump ha evitado cualquier referencia a la Corte Penal Internacional o al proceso abierto por presuntos delitos de limpieza étnica.
EE. UU. se ausentó deliberadamente de la cumbre internacional convocada por Francia y Arabia Saudí para reactivar la vía de los dos Estados. Mientras, la Administración Trump trabaja para bloquear cualquier avance diplomático en el Consejo de Seguridad, incluso forzando vetos si fuera necesario.
Comercio como arma, ciencia como enemigo
El magnate no ha desaprovechado la ocasión para ampliar su repertorio habitual. La amenaza de “aranceles muy contundentes” a Rusia, condicionados, eso sí, a que Europa asuma el mismo coste, no es más que una repetición del modelo unilateralista que ya fracasó durante su primer mandato. El petróleo ruso sigue fluyendo, pero Trump prefiere apuntar a Bruselas que a Moscú.
Tampoco faltó su habitual descrédito de las políticas climáticas. Volvió a tildar el cambio climático de “estafa” y se burló del concepto de huella de carbono, ignorando informes científicos, compromisos internacionales y la evidencia acumulada de fenómenos extremos. Incluso llegó a afirmar que “empezó a hacer más frío” y que por eso cambiaron el término “calentamiento global”.
Una parte significativa de su intervención estuvo dirigida a denigrar el multilateralismo y el papel de Naciones Unidas. La escalera mecánica estropeada y un fallo de teleprompter le bastaron para afirmar que “la ONU crea más problemas de los que resuelve”. Pura performance, pero cargada de intención: debilitar los organismos que obstaculizan su agenda de poder bruto.
Un discurso con destino: las urnas
El verdadero destinatario del discurso no estaba en la Asamblea General, sino en los platós de Fox News y las redes de la alt-right. En campaña permanente, Trump ofreció una dosis concentrada de sus obsesiones de siempre: inmigración, drogas, Maduro y Europa.
Dibujó una Unión Europea “invadida” por inmigrantes ilegales y lanzó el ya habitual mensaje de “si vienen ilegalmente, volverán por donde llegaron o incluso más lejos”. Extendió la amenaza a Venezuela, donde aseguró que “apagará la existencia” de quienes trafiquen drogas hacia EE. UU. Y dejó clara su visión sobre el papel de su país en el mundo: más aislamiento, más castigo, menos diálogo.
La “edad dorada” que proclamó es una construcción narrativa sin correlato económico o social, pero útil para alimentar a su base. El crecimiento del gasto militar, el rechazo a las renovables o el desmantelamiento de políticas públicas son presentados como símbolos de fortaleza, mientras la ciencia, los derechos humanos y la cooperación internacional son tratados como obstáculos a derribar.
Una presidencia en campaña contra el mundo
A menos de un año para las elecciones, Trump no está haciendo política exterior: está haciendo campaña desde el escenario global. Y lo hace con un manual ya conocido, pero adaptado al contexto actual: apelar al miedo, sabotear consensos, disparar contra los que no se alinean con su visión del mundo y convertir cada conflicto en una oportunidad electoral. El resultado es una estrategia que debilita la posición internacional de Estados Unidos, incrementa la desconfianza hacia su liderazgo y deteriora las vías diplomáticas que aún quedan abiertas. Su alianza con Netanyahu y su desprecio por los derechos del pueblo palestino se convierten en la norma.