La dependencia, atrapada en su propia urgencia

Los datos del Observatorio Estatal para la Dependencia revelan un colapso estructural: tempos administrativos que superan el año, desigualdad territorial y un volumen de fallecimientos que cuestiona la eficacia real de un derecho reconocido en ley

28 de Noviembre de 2025
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La dependencia, atrapada en su propia urgencia

El último informe de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes en Servicios Sociales describe un panorama difícil de asumir en un país con un sistema de dependencia consolidado sobre el papel: una persona muere cada 18 minutos mientras espera una prestación o servicio. La cifra, respaldada por diez meses de datos de 2025, apunta a un problema que no se reduce a falta de recursos, sino también a un modelo de gestión que sigue sin acompasar sus obligaciones con la realidad de quienes dependen de él para las actividades más básicas de la vida.

Un derecho que se diluye en los tiempos muertos de la administración

El informe presentado en el Congreso sitúa la cuestión en un terreno incómodo: 27.217 personas fallecidas en lo que va de año sin haber recibido la atención a la que tenían derecho. No es una estadística más; es la evidencia de un sistema que llega tarde por definición. De quienes murieron, 14.817 seguían pendientes de resolución de grado y 12.400 tenían reconocimiento, pero no prestación. Ese espacio intermedio —el llamado “limbo”— alcanza ya a 154.619 personas.

El dato más relevante no son las cifras absolutas, sino la lógica que las sostiene: 350 días de media para tramitar un expediente, muy por encima de los 180 que fija la ley. En algunos territorios el plazo roza los 500 días. El informe no elude señalar la desigualdad territorial, marcada por tres comunidades con dificultades persistentes —Murcia, Andalucía y Canarias— y otras cinco que logran mantenerse por debajo del semestre exigido.

La dependencia se asienta sobre un colectivo esencialmente envejecido y feminizado: el 62% de quienes reciben prestación son mujeres y más de la mitad supera los 80 años. Si alguien espera que estas cifras sean coyunturales, el estudio recuerda que no es el caso: España tiene hoy 1,75 millones de personas dependientes reconocidas, un 3,5% de la población.

En este marco, las prestaciones económicas para cuidados familiares continúan representando casi la mitad del sistema. Su cuantía media —264 euros al mes— evidencia una realidad conocida pero nunca resuelta: el grueso del cuidado sigue recayendo en hogares que asumen tareas para las que el sistema no llega, con diferencias significativas entre territorios y sin una revisión actualizada de los importes en función de la inflación o del coste real del cuidado.

El presidente de la asociación promotora del informe, José Manuel Ramírez, ha descrito esta situación como una “urgencia social”, insistiendo en que la ley de 2006 mejoró el panorama, pero sin cerrar el debate principal: la necesidad de una financiación suficiente y sostenida. Su advertencia sobre la falta de transparencia en algunas comunidades y en los propios datos estatales apunta a un problema conocido: sin información clara, ningún sistema de protección social puede garantizar equidad ni corregir desviaciones.

En paralelo, las recomendaciones presentadas —refuerzo presupuestario de 1.000 millones, innovación tecnológica, revisión de normativas de residencias, impulso al asistente personal— apelan a una hoja de ruta ya diagnosticada, pero que requiere voluntad política y cooperación territorial. Y aquí la ironía se abre paso sola: para un sistema que exige coordinación entre administraciones, la falta de acuerdos en el Consejo Territorial se ha convertido en la parte más constante del modelo.

El estudio subraya también las diferencias internas del sistema. Algunas comunidades incluyen gastos dudosos bajo el paraguas de la dependencia y otras no informan de forma homogénea sobre copagos o revisiones de grado. Nada de esto genera escándalo, pero sí la sensación de caminar con piezas que no encajan del todo y que cada territorio ajusta a su escala.

Mientras tanto, el debate público gira en torno a grandes cifras, pero la realidad operativa es más sencilla: el sistema retrasa prestaciones destinadas, en su mayoría, a personas que viven con tiempos vitales muy cortos. Desde esa perspectiva, la desigualdad territorial, los retrasos o la falta de transparencia no son asuntos técnicos, sino factores que erosionan un derecho que nació para proteger y termina, en demasiadas ocasiones, llegando cuando ya no sirve.

El informe concluye recordando algo que parece obvio pero que conviene repetir: los servicios sociales descansan sobre la dignidad y la igualdad. No es una frase para cerrar discursos institucionales; es el parámetro desde el que se mide si un sistema funciona o se limita a gestionar expectativas. Y la dependencia, tal como la muestran los datos de 2025, sigue atrapada en una realidad donde quienes más necesitan el tiempo son quienes menos lo tienen.

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