Cuando la paz siembra guerras: las trampas de los acuerdos que callan los fusiles pero no las heridas

De Versalles a Dayton, la historia demuestra que la paz firmada sobre la injusticia o la humillación solo posterga el conflicto. La diplomacia puede detener las balas, pero no cura el odio

14 de Octubre de 2025
Actualizado el 15 de octubre
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Cuando la paz siembra guerras: las trampas de los acuerdos que callan los fusiles pero no las heridas
Sharm El-Sheikh, Egipto. El primer ministro Keir Starmer conversa con Donald Trump, Pedro Sánchez y otros líderes mundiales durante su asistencia a la cumbre de paz de Sharm El-Sheikh en el Centro Internacional de Convenciones de Sharm El-Sheikh, donde se firmaró el plan de paz para Gaza. Fotografía de Lauren Hurley / Downing Street, n.º 10.

A lo largo del último siglo, muchos tratados firmados en nombre de la paz acabaron incubando nuevas guerras. El ejemplo más conocido es el Tratado de Versalles, firmado en 1919 tras la Primera Guerra Mundial. Aquella paz, impuesta por los vencedores, obligó a Alemania a pagar reparaciones imposibles, perder territorios y asumir en solitario la culpa del conflicto. Lo que pretendía ser el cierre de una tragedia se convirtió en el caldo de cultivo para otra aún más devastadora. Apenas dos décadas después, el resentimiento alemán alimentó el ascenso del nazismo y condujo al mundo a la Segunda Guerra Mundial.

La verdadera paz exige algo más que tinta y firmas: necesita verdad, responsabilidad y memoria. Porque los tratados pueden apagar las bombas, pero solo la justicia puede apagar el odio.

El historiador británico A.J.P. Taylor ya advertía que “Versalles no fue el final de una guerra, sino la interrupción entre dos”. Y tenía razón: el castigo disfrazado de paz solo multiplicó las heridas. La lección es clara, aunque pocas veces aprendida: los acuerdos que no buscan la reconciliación, sino la venganza o el control, no construyen futuro.

Dayton, la paz de los culpables

El acuerdo de Dayton, firmado en 1995 para poner fin a la guerra de Bosnia, es otro ejemplo de una paz imperfecta pero inevitable. Durante tres años, el país se desangró en una guerra étnica con más de 100.000 muertos y 1,8 millones de desplazados. La comunidad internacional observó impotente cómo se perpetraban atrocidades, incluida la matanza de Srebrenica, donde más de 8.000 hombres y niños bosnios musulmanes fueron asesinados bajo la supuesta protección de la ONU.

El diplomático estadounidense Richard Holbrooke logró reunir a los principales responsables del conflicto —Slobodan Milosevic, Franjo Tudjman y Alija Izetbegovic— en una base militar de Ohio. De aquella negociación nació una paz frágil, con un país dividido en dos entidades: la República Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina. Era un pacto entre quienes habían provocado la guerra, un compromiso pragmático más que moral.

Sin embargo, aquel acuerdo detuvo las matanzas. Bosnia sigue siendo hoy un Estado débil, casi paralizado por su compleja estructura política, pero no ha vuelto a la guerra. Los crímenes de Srebrenica fueron finalmente reconocidos como genocidio por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, que condenó a más de cincuenta responsables. La paz no borró la barbarie, pero permitió juzgarla.

Versalles, Dayton… y Gaza

Las guerras contemporáneas, como la de Gaza, vuelven a poner sobre la mesa la pregunta eterna: ¿es preferible una mala paz a una guerra interminable? Los acuerdos de alto el fuego pueden salvar vidas a corto plazo, pero si no abordan las causas profundas del conflicto —ocupación, desigualdad, exclusión o impunidad— solo posponen el estallido.

La historia reciente ofrece numerosos ejemplos.

  • El acuerdo de Múnich de 1938, presentado por las potencias europeas como un triunfo diplomático, entregó Checoslovaquia a Hitler y allanó el camino hacia la Segunda Guerra Mundial.
  • En Vietnam, los Acuerdos de París de 1973 sirvieron más para ofrecer una salida política a Estados Unidos que para garantizar una paz real; dos años después, Saigón caía bajo las tropas del Norte.
  • En Ruanda, los Acuerdos de Arusha de 1993 no evitaron el genocidio que arrasó al país en 1994, donde murieron más de 800.000 personas.

Estos episodios muestran que firmar la paz no siempre significa alcanzarla. Cuando las causas estructurales del conflicto —humillación, pobreza, revancha o discriminación— permanecen intactas, la guerra solo se transforma.

La paz no es un papel, es una reparación

Detener las armas es solo el primer paso. Las sociedades que han vivido guerras necesitan memoria, justicia y reparación para no repetirlas. Cuando esas tres condiciones no se cumplen, la paz se convierte en un paréntesis antes de la siguiente catástrofe.

El filósofo Raymond Aron advertía que la paz impuesta por los vencedores es “una tregua que no conoce reposo”, porque el vencido espera su oportunidad para invertir el resultado. Lo mismo ocurre cuando los responsables de la violencia conservan poder o impunidad: la paz se convierte en un pacto de silencio.

En Bosnia, los líderes que firmaron Dayton continuaron durante años alimentando discursos nacionalistas. En Gaza, tanto el Gobierno israelí como Hamás mantienen una retórica que impide imaginar una convivencia duradera. En Ucrania, cualquier futuro acuerdo deberá enfrentar el reto de equilibrar justicia y pragmatismo: cómo detener la guerra sin legitimar la agresión.

Una lección incómoda

Los malos acuerdos de paz pueden detener la guerra, pero no construyen sociedades justas. Sirven para salvar vidas, no para sanar heridas. Sin embargo, incluso esas paces imperfectas tienen un valor inmenso: el de frenar la muerte inmediata. Como escribió el poeta W. H. Auden, “ninguna palabra escrita por los hombres sirve para detener una guerra, ni alcanza para aliviar el dolor que esta genera”.

La verdadera paz exige algo más que tinta y firmas: necesita verdad, responsabilidad y memoria. Porque los tratados pueden apagar las bombas, pero solo la justicia puede apagar el odio.

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