Las palabras del consejero delegado de Ribera Salud no son solo la constatación de una mala práctica: introducen una duda estructural sobre la capacidad de control público en un modelo que lleva años avanzando sin apenas contrapesos. Madrid enfrenta ahora una crisis sanitaria de carácter político, que reaviva un debate que en ningún momento logró cerrar: la frontera entre la colaboración público-privada y la sustitución de la lógica sanitaria por la lógica del rendimiento financiero.
El audio conocido este miércoles ha actuado como detonante, pero el fondo del problema es anterior y mucho más profundo. Las palabras del ya apartado CEO –“desandemos el camino” en referencia a la reducción de listas de espera y la orden de orientar la actividad hacia un EBITDA más alto– no describen un desliz individual, sino la expresión transparente de una arquitectura sanitaria que ha integrado, sin matices, el criterio económico como eje rector.
La reacción de Ribera Salud pidiendo una auditoría externa pretende introducir una distancia entre un profesional y una organización, pero el modelo de concesión sanitaria no es ajeno a estas dinámicas: nació precisamente para importar mecanismos de eficiencia empresarial en un servicio público que opera con lógicas muy distintas. La tensión, ayer soterrada, hoy aflora de manera imposible de disimular.
La Consejería de Sanidad activó inspecciones de inmediato, consciente del alcance de la crisis. Pero su propio papel en el sistema concesional queda ahora expuesto. El Gobierno madrileño ha sostenido durante años que el control era “estricto” y que la fiscalización de los centros privatizados garantizaba que la atención a los pacientes no quedaba supeditada a factores ajenos a la calidad asistencial. El audio debilita ese relato: si un CEO puede dirigirse a una veintena de mandos para frenar actividad clínica porque compromete beneficios, el control público no ha sido suficiente.
Un síntoma más de un deterioro que el personal sanitario lleva años señalando
Las organizaciones profesionales y sindicales han advertido, de forma reiterada, de que existían señales de estrés asistencial en Torrejón y en otros hospitales de gestión externalizada. Y en paralelo, los grandes hospitales públicos han asumido un volumen creciente de derivaciones sin que se reconozca de manera explícita la sobrecarga que esto supone.
La denuncia reciente de UGT Madrid –que advertía de que la sanidad pública “se está dejando caer” para abrir espacio al negocio sanitario privado– adquiere una nueva dimensión tras la revelación del audio. Es una frase dura, incómoda, pero hoy difícil de descartar sin más. La política sanitaria madrileña ha hecho de la externalización una seña de identidad, y con ello ha asumido que la atención médica coexista con criterios de rentabilidad. Pero el límite se ha difuminado demasiado.
Nada de esto ocurre en el vacío. Los hospitales madrileños han vivido el mayor incremento de presión asistencial de los últimos quince años, y es ahí donde se mide la fortaleza de un modelo. La ciudadanía percibe el deterioro en tiempos de espera, en la dificultad para acceder a un especialista, en la intermitencia de servicios básicos en Atención Primaria. La gestión sanitaria no se mide solo en auditorías; se mide en confianza social, un capital que en Madrid se erosiona con cada episodio similar al de Torrejón.
La crisis llega en un momento especialmente delicado para la presidenta Díaz Ayuso. La estrategia de confrontación permanente con el Gobierno central ha desviado durante meses la atención del debate interno sobre la gestión sanitaria. Pero el caso Torrejón no admite esa salida. No es un conflicto con el Ejecutivo estatal; es un problema de supervisión y responsabilidad directo de la Comunidad de Madrid.
Tanto PSOE-M como Más Madrid han anunciado acciones legales, no por tacticismo político, sino porque consideran que el audio demuestra la existencia de decisiones contrarias al interés público. Se abre así un escenario inédito: por primera vez en esta legislatura, la oposición tiene un caso concreto, documentado, que golpea el corazón del modelo sanitario madrileño. El Gobierno regional insiste en que “no tolerará prácticas que perjudiquen el acceso a la asistencia”, pero la contundencia de la reacción no borra la pregunta principal: ¿cómo ha podido ocurrir y durante cuánto tiempo se aplicaron estos criterios? La Consejería habla de actuar “de inmediato”. El problema es que la ciudadanía pregunta por antes del inmediato.
La externalización sanitaria se defendió, en su origen, como una herramienta de eficiencia. Pero la entrevista al CEO revela la otra cara: cuando la eficiencia se mide por EBITDA, los incentivos dejan de alinearse con el mandato principal de un hospital público. El caso Torrejón abre una grieta que el Gobierno madrileño tendrá difícil cerrar solo con auditorías. La crisis evidencia la fragilidad de un sistema que ha delegado funciones esenciales sin garantizar un control efectivo y que hoy se ve obligado a reaccionar a hechos consumados y no a prevenirlos. Madrid afronta así una discusión de fondo que lleva pendiente más de una década: ¿puede un servicio que sostiene derechos esenciales operar bajo lógicas que, en ocasiones, compiten con dichos derechos? La crisis de Torrejón responde sin rodeos.