El discurso de Isabel Díaz Ayuso construye, poco a poco, una especie de país imaginario donde las instituciones actúan movidas por conspiraciones oscuras y donde cualquier decisión del Gobierno se interpreta como una amenaza deliberada al orden democrático. No es una descripción de hechos: es la elaboración de un clima emocional que sirva para movilizar a los suyos.
Un lenguaje inflamado para tapar la falta de contenido
Ayuso se ha acostumbrado a presentar prácticamente cualquier iniciativa de La Moncloa como si formara parte de un plan encubierto para dividir al país. Palabras como “guerracivilismo”, que ninguna autoridad debería emplear a la ligera, se han vuelto habituales en su discurso. No existe un solo informe ni decisión institucional que respalde semejante acusación: sí existe, en cambio, una estrategia deliberada de convertir cualquier discrepancia en un antagonismo absoluto.
En su intervención ante Nuevas Generaciones llegó a hablar de “regalar aviones” o “comprar voluntades”, afirmaciones que no aparecen en ninguna partida presupuestaria ni han sido señaladas por los organismos fiscalizadores. El salto entre los hechos y su versión es tan amplio que cuesta no verlo como una maniobra orientada a alimentar la sospecha permanente de que el Estado responde a intereses ocultos.
En el terreno económico, Ayuso lleva meses advirtiendo de que los jóvenes heredarán una deuda insoportable causada por el Gobierno, omitiendo que la Comunidad de Madrid también ha incrementado la suya y que su política fiscal limita la capacidad de ingresos. Mientras tanto, España ha reducido el déficit más rápido que buena parte de Europa, algo que la presidenta pasa por alto para sostener un relato de catástrofe que no se corresponde con los datos.
También utilizó los incidentes de Barcelona y Bilbao para ilustrar un supuesto clima de fractura nacional. Sin embargo, rectores, fiscalías y cuerpos de seguridad han actuado dentro de sus competencias sin señalar en ningún momento al Gobierno. Son tensiones habituales en campus diversos, convertidas aquí en una prueba artificial de ruptura social.
Lo mismo ocurre con la inmigración: Ayuso insiste en asociarla al desorden, pero evita reconocer que Madrid depende en gran medida del trabajo de miles de personas extranjeras, cuyo aporte ronda el 18% del PIB regional. A pesar de ello, la Comunidad mantiene infraestructuras de integración insuficientes y delega buena parte de la carga en ayuntamientos y entidades sociales.
Una España que no existe, construida para desplazar responsabilidades
El apartado de vivienda ilustra bien esta dinámica. Ayuso afirma que la presión migratoria no tiene que ver con los precios, pero atribuye todo al Gobierno central. Omite que el parque público madrileño apenas alcanza el 1%, un porcentaje que hace imposible influir de verdad en el mercado. Los proyectos de vivienda protegida avanzan lentamente y los alquileres superan con facilidad el 35% del salario de muchos jóvenes madrileños.
Tampoco encaja con los datos su afirmación de que España se ha convertido en una “máquina de expulsar inversiones”: los informes internacionales muestran cifras estables e incluso crecientes, y la propia Comunidad de Madrid continúa captando gran parte de estos flujos. Resulta contradictorio denunciar un país hostil para las empresas mientras la región que gobiernas se beneficia de su dinamismo económico.
Su frase final —“no os merecéis una España a garrotazos”— resume la intención que articula todo su discurso: presentar una nación al borde del enfrentamiento para situarse como el dique frente a ese supuesto caos. La realidad institucional, sin embargo, es otra. España vive un periodo político tenso y muy discutido, sí, pero no existen indicadores que apunten a una erosión de la convivencia. Lo que sí existe es un uso sistemático de la hipérbole para moldear un clima emocional donde la sospecha y el dramatismo sustituyen al análisis.