Miles de mujeres, muchas con una historia médica pendiente y un diagnóstico tardío, se concentraron ante el Palacio de San Telmo para exigir algo tan elemental como respuestas. No pedían milagros, pedían que el sistema que debía cuidarlas no las hubiera abandonado. Lo ocurrido en el cribado del cáncer de mama no es un error puntual ni una anécdota técnica: es el reflejo de una sanidad pública desgastada, sometida durante años a recortes, privatizaciones parciales y una gestión que ha confundido el silencio con la eficiencia.
Cuando el diagnóstico se convierte en omisión
El Servicio Andaluz de Salud reconoció que más de dos mil mujeres con mamografías clasificadas como probablemente benignas no fueron informadas ni citadas a tiempo para las pruebas complementarias que debían descartar un tumor. Algunas esperaron más de un año. Otras, directamente, nunca recibieron aviso. En ese vacío administrativo se cruzaron la negligencia técnica, la descoordinación y la precariedad estructural.
Durante semanas, el Gobierno andaluz trató de minimizar el impacto, apelando a “errores en la comunicación interna”. Sin embargo, la cadena de omisiones muestra un patrón más grave: la falta de personal estable, la rotación continua de profesionales y la externalización de procesos críticos. No fue una caída del sistema informático. Fue una caída del sistema político que lo sostiene.
“Nuestra vida no puede esperar"
El discurso oficial insiste en que la inteligencia artificial y los nuevos protocolos serán la solución. Pero la tecnología no reemplaza la ausencia de personal ni corrige el déficit de responsabilidad. La eficiencia no se mide en titulares ni en planes de choque, sino en las horas que una mujer espera una llamada que nunca llega.
La protesta que rompió la contención
La concentración de Sevilla no fue una de esas movilizaciones convocadas por sindicatos o partidos. Fue una protesta nacida desde el dolor y la desconfianza. Mujeres con cicatrices recientes, otras con pañuelos rosas o verdes, familiares de víctimas. Todas con una frase común: “Nuestra vida no puede esperar.”
El grito iba más allá del fallo médico. Era un cuestionamiento político, dirigido a una administración que presume de estabilidad pero que ha convertido la gestión sanitaria en una rutina contable. Las pancartas no hablaban de ideología, hablaban de abandono.
El mensaje fue directo: “La supervivencia política no puede estar por encima de la humana.” Y detrás de esa frase se esconde una evidencia: el deterioro no es casual ni imprevisto. Es la consecuencia lógica de una política sanitaria que prioriza el equilibrio presupuestario sobre la inversión real en atención primaria y programas de prevención.
Mientras tanto, desde San Telmo se repite el guion: “todo está bajo control”, “ya se han depurado responsabilidades”, “se ha activado un plan integral”. Pero la dimisión de la consejera de Salud y la posterior asunción de competencias por parte de Antonio Sanz —ya sobrecargado con Presidencia y Emergencias— revelan más una maniobra de contención que una voluntad de reparación. El problema no es el nombre del consejero, sino la estructura que le rodea.
Los años del desgaste silencioso
Desde 2019, Andalucía ha experimentado una transformación sanitaria que se presenta como modernización pero que, en la práctica, ha implicado un debilitamiento del sistema público.
Los centros de salud acumulan esperas de más de una semana para una cita de atención primaria; los hospitales externalizan pruebas diagnósticas a empresas privadas; la gestión administrativa depende cada vez más de plataformas subcontratadas.
El Gobierno autonómico defiende que se ha incrementado el presupuesto sanitario, pero esos números no reflejan la realidad de las plantillas ni la calidad de la atención. Se invierte más, sí, pero se gestiona peor: la política de parches sustituye a la planificación a largo plazo.
El caso del cribado de mama no es un accidente. Es el desenlace de un modelo donde la prevención se relega, donde el personal sanitario denuncia la sobrecarga y donde las direcciones gerenciales responden con protocolos que nadie supervisa.
El resultado es un sistema que aparenta control, pero vive en colapso crónico.
El espejismo del “éxito andaluz”
El relato político que rodea la gestión del PP andaluz se construye sobre un mantra: la estabilidad. Pero la estabilidad no es un fin en sí mismo si se logra a costa del deterioro de los servicios públicos. La sanidad no se mide por notas de prensa ni por la imagen de un presidente sonriente en una inauguración hospitalaria. Se mide por la confianza que genera en la ciudadanía. Y esa confianza está quebrada.
El Ejecutivo andaluz insiste en que los errores se han corregido, que el sistema “funciona”, que la población “puede estar tranquila”. Pero cada vez que una mujer descubre que su resultado fue ignorado, cada vez que un médico pide refuerzos y no los obtiene, la propaganda se deshace. Lo que queda es la evidencia de una política sanitaria que ha confundido la gestión con la contención, la transparencia con la estadística y la atención con el marketing institucional.
No hay cierre posible para un sistema que no se asume en crisis. La sanidad pública andaluza se sostiene por la ética de sus profesionales, no por la eficacia de sus gestores. Y esa brecha no se salva con declaraciones, ni con planes de choque, ni con inteligencia artificial. La política ha aprendido a hablar el lenguaje de la eficiencia, pero ha olvidado el de la responsabilidad. El resto , pancartas, lágrimas, informes y promesas. solo confirma algo que ya sabíamos: cuando el sistema deja de escuchar, la calle se convierte en su diagnóstico más exacto.