Cinco años de teletrabajo, el experimento sin auditoría

La digitalización acelerada de 2020 transformó la organización laboral, pero el teletrabajo sigue siendo un terreno con más promesas que certezas, marcado por desigualdades territoriales y sociales

28 de Septiembre de 2025
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Cinco años de teletrabajo, el experimento sin auditoría

Cinco años después de su generalización forzosa, el teletrabajo no ha pasado la prueba de una evaluación seria. Lo que nació como medida de urgencia se ha convertido en un modelo híbrido que divide a plantillas, refuerza desigualdades y abre preguntas pendientes sobre productividad, salud y derechos laborales.

De la urgencia a la rutina

La pandemia de 2020 convirtió en masivo lo que era residual. Empresas y administraciones improvisaron sistemas para mantener la actividad a distancia. Cinco años más tarde, el teletrabajo ya no es excepcional: está instalado en convenios, despachos y hogares. Sin embargo, sigue siendo un modelo sin auditoría pública real, sin que se haya medido a fondo su impacto económico, sanitario y social.

Lo que sabemos hasta ahora procede de estudios parciales y de la experiencia acumulada: se han reducido desplazamientos, sí, pero también se han multiplicado las jornadas extendidas, los problemas de conciliación y la desigual distribución de costes (electricidad, internet, espacio) entre empleadores y trabajadores.

Una geografía desigual

El teletrabajo no se vive igual en un piso de 70 metros en el extrarradio que en una vivienda unifamiliar con despacho propio. La brecha territorial se ha hecho evidente,  las grandes ciudades mantienen ventajas en infraestructuras y conectividad, mientras que en muchas zonas rurales la cobertura deficiente convierte el trabajo remoto en una quimera.

Paradójicamente, lo que podría haber sido un factor de repoblación rural se ha frenado por falta de inversión en telecomunicaciones y servicios básicos. La promesa de descentralización se ha quedado en titulares. Los municipios que aspiraban a atraer profesionales con programas de teletrabajo ven que, sin transporte público ni fibra óptica, esa oportunidad se diluye.

Salud, identidad y derechos

La narrativa inicial del teletrabajo lo presentaba como conciliación y libertad. La realidad muestra matices: síndromes de soledad, hiperconexión, falta de pausas y difuminación de horarios. Los departamentos de recursos humanos han empezado a hablar de “fatiga digital” y de la necesidad de rediseñar la ergonomía doméstica, algo que la mayoría de trabajadores ha resuelto de manera improvisada.

El otro gran asunto es la pérdida de identidad colectiva. La empresa que antes se construía en torno a oficinas y espacios compartidos se fragmenta en una suma de individualidades. Los sindicatos advierten que la dispersión dificulta la organización y la defensa de derechos, mientras que los algoritmos de control de actividad crecen sin apenas regulación.

La factura invisible

El debate público ha repetido que el teletrabajo “ahorra emisiones”. Pero los cálculos serios son más complejos: millones de hogares consumen más energía en climatización y equipos, desplazando la factura ambiental del transporte al ámbito doméstico. Sin políticas de eficiencia ni apoyo a familias, el beneficio ecológico se queda corto y desigual.

Un modelo pendiente de política

El teletrabajo es ya parte del paisaje laboral, pero no tiene aún un marco evaluado en serio. Los gobiernos han legislado sobre aspectos mínimos, gastos compartidos, seguridad labora, pero la realidad supera cualquier norma. Sin una política pública que mida impactos y establezca reglas comunes, cada empresa define sus propias condiciones, reforzando las diferencias entre sectores y trabajadores.

Cinco años después, el teletrabajo es menos un derecho consolidado que un experimento en curso, lleno de asimetrías y sin balance global. Lo que empezó como una salida de emergencia se ha convertido en hábito, pero sigue sin saberse si es un avance sostenible o un parche que posterga viejos problemas.

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