Los beneficios del Santander se alimentan de la presión inhumana contra sus trabajadores

Banco Santander presentó las cuentas del tercer trimestre de 2025 con más de 10.337 millones de beneficios, unas cifras que coinciden con las denuncias de incremento inhumano de la presión comercial

30 de Octubre de 2025
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Botin Banco Santander Resultados
Ana Patricia Botín, presidenta de Banco Santander

Los resultados del tercer trimestre de 2025 de Banco Santander han sido espectaculares: 10.337 millones de euros de beneficios. En los balances todo parece marchar bien. Las cifras baten récords, las recompras de acciones satisfacen a los inversores y la alta dirección celebra, año tras año, su eficiencia operativa.
Pero detrás de los informes de resultados y las presentaciones a los mercados late una realidad cruel e invisible: una plantilla exhausta, atrapada en una espiral de presión comercial, despersonalización y ansiedad.

La entidad presidida por Ana P. Botín, que durante la última década ha abrazado el lenguaje de la “transformación digital” y la “eficiencia”, está sacrificando, en nombre de la productividad, el tejido humano que le da sentido. El caso del Santander ilustra con precisión quirúrgica cómo la automatización y la obsesión por las métricas están convirtiendo a los trabajadores en apéndices de un algoritmo.

La sucursal se ha transformado en fábrica

El banco se ha convertido en un laboratorio de experimentos corporativos: Oficinas Únicas, Cajas Avanzadas, agentes externos, Santander Personal. Cada innovación, presentada como una mejora de eficiencia y servicio, ha supuesto en la práctica una reducción de personal y una ampliación de funciones.

Las nuevas oficinas no son ya un espacio de asesoramiento financiero, sino un puesto de control. Los empleados, equipados con herramientas digitales y objetivos cambiantes, son observados, evaluados y comparados en tiempo real. Cada llamada, cada operación, cada pausa se traduce en datos que alimentan un ranking interno que, más que medir el rendimiento, funciona como mecanismo de presión psicológica.

Según denuncian los trabajadores, el banco “nos pide que sonriamos al cliente, pero detrás de la pantalla hay un contador que mide si esa sonrisa se tradujo en una venta. Si no, eres un número rojo en una tabla de Excel”.

El resultado, según denuncia el sindicato UGT, es una “polivalencia ilimitada” que disuelve los límites del trabajo humano. Los empleados deben hacer de gestores, asesores, técnicos y comerciales, todo a la vez y con menos personal. La eficiencia, en este contexto, se parece más a la sobreexplotación.

Coste humano

El lenguaje de la gestión moderna habla de “objetivos”, “retos” y “alineación estratégica”. Pero en las oficinas, esos términos se traducen en estrés, insomnio y un miedo difuso a no dar la talla.

La presión no es abstracta. Los trabajadores denuncian que se les exige cumplir hasta el 40% de un objetivo trimestral en una sola semana. Las reuniones diarias, los cuadros comparativos y los mensajes constantes de supervisión alimentan un clima de ansiedad permanente.

Los psicólogos laborales lo llaman “tecnoestrés”: el estado de alerta constante inducido por la vigilancia digital. A ello se suma una práctica abusiva: la exposición pública de rankings internos donde se señala a los empleados que no alcanzan las metas. Es una forma inhumana de humillación corporativa.

El resultado que logra el Santander es una plantilla fatigada, donde los niveles de ansiedad se disparan y la sensación de dignidad profesional se erosiona. En la última encuesta encargada por el propio banco, los trabajadores identificaron la “carga de trabajo y la presión comercial” como el factor de riesgo psicosocial más crítico.

Desprofesionalización del servicio

La ironía es que el mismo proceso que busca mejorar la experiencia del cliente está deteriorándola. Cuando un gestor atiende a diez clientes simultáneamente, monitoriza indicadores y cumple tareas administrativas impuestas por sistemas automatizados, la calidad del asesoramiento se desploma.

Los trabajadores son claros: “El cliente ya no recibe atención personalizada. Nos obligan a vender productos, no a escuchar necesidades”. El resultado es un trato mecánico, impersonal, que socava una confianza que se tarda décadas en construir.

En última instancia, lo que se erosiona no es solo el bienestar de los empleados, sino el propósito mismo de la institución. El Santander ha logrado convertirse en una cadena de montaje de objetivos trimestrales.

Eficiencia a costa de explotación

Banco Santander ha hecho de la productividad su bandera. Pero la búsqueda de eficiencia parece estar generando un efecto contrario: la saturación de su capital humano. UGT ha denunciado que se ha creado un peligroso círculo vicioso: la reducción de personal obliga a los que quedan a asumir más tareas; la presión genera errores y bajas médicas; las ausencias incrementan aún más la carga de trabajo.

La cultura de la sobreexigencia se presenta como meritocracia, pero en realidad opera como una forma de control. El mensaje implícito es claro: en Banco Santander la lealtad se mide en rendimiento, no en compromiso. La gestión del miedo sustituye a la motivación.

Mientras tanto, el banco destina miles de millones a recompras de acciones y primas a la alta dirección, es decir, una transferencia de valor del trabajo al capital.

Crisis de dignidad

El problema de fondo no es solo laboral. Es ético. El modelo de negocio que prioriza el beneficio trimestral sobre el bienestar humano crea una disonancia moral en quienes lo ejecutan. Santander exige empatía con el cliente, pero el sistema impide a los trabajadores a los que se ha convertido, con la corbata roja bajo el cuello, en vendedores de objetivos, no en asesores financieros.

Esa fractura entre lo que los trabajadores quieren hacer y lo que deben hacer genera lo que los sociólogos llaman estrés moral: la imposibilidad de actuar conforme a los propios valores. En términos humanos, eso se traduce en agotamiento emocional, pérdida de sentido y desafección.

Economía deshumanizada

El caso del Santander no es una excepción: es el reflejo de una transformación más amplia en la economía europea. El ideal de la “banca humana” ha sido sustituido por el fetiche del algoritmo. La eficiencia ha desplazado a la empatía; el dato, al juicio profesional.

Pero detrás de esa modernización late una paradoja: la productividad que presume de racionalidad se sostiene en el desgaste silencioso de las personas que la hacen posible. Los empleados son la infraestructura invisible que permite que las cifras cuadren, que las acciones suban, que la narrativa corporativa se mantenga. Y, sin embargo, su bienestar no figura en ningún KPI.

El precio de la obediencia

En los informes de resultados, el Santander celebra su solidez. En las sucursales, reina el cansancio. Los empleados siguen cumpliendo objetivos, sosteniendo la maquinaria, repitiendo el mantra corporativo de la excelencia. Pero cada cifra récord tiene un reverso humano: la ansiedad de un trabajador, la renuncia de una madre, la frustración de un profesional que ya no se reconoce en su oficio.

La historia reciente del Santander es la historia de una contradicción: una empresa que ha conquistado la eficiencia a costa de su humanidad. Y, como toda contradicción estructural, no podrá sostenerse indefinidamente porque ninguna institución, ni siquiera un gigante bancario, puede prosperar cuando el precio de su éxito es la dignidad de quienes la mantienen en pie.

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