La autodeterminación del Sáhara es posible, a pesar de Macron, Trump y Sánchez

El Tribunal Internacional de Justicia (1975) ya estableció que no existían lazos de soberanía entre Marruecos y el Sáhara Occidental. Y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (2024) reafirmó que el territorio es “separado y distinto” del reino alauí

12 de Noviembre de 2025
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Sáhara Autodeterminación
Bandera del Sáhara Occidentan en una marcha multitudinaria en Madrid | Foto: Agustín Millán

No es la última palabra, pero suena como un punto final. El 31 de octubre, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la Resolución 2797, un texto que, sin declararlo abiertamente, clausura de facto el proceso de paz iniciado en 1991 y pretende sepultar la esperanza de un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui.

El documento no niega formalmente ese derecho, consagrado por el derecho internacional, pero lo reduce a una fórmula de autonomía tutelada dentro de la soberanía marroquí. Y sin embargo, incluso en este escenario, la autodeterminación del Sáhara sigue siendo posible, no como un acto jurídico, sino como un proceso político en construcción, que resiste a medio siglo de dominación, diplomacia y olvido.

Ahora que se cumplen cincuenta años después de la Marcha Verde, los hechos demuestran que Marruecos ha transformado lo que comenzó como una ocupación provisional e ilegal en un sistema político, económico y simbólico consolidado. Desde 1991, las Fuerzas Armadas Reales controlan cerca del 80% del territorio saharaui, incluyendo las principales zonas urbanas y recursos estratégicos: fosfatos, pesca, rutas comerciales. El llamado “Sáhara útil” está hoy plenamente integrado en la economía marroquí y protegido por un dispositivo militar que ha demostrado ser tan eficaz como silencioso.

El apoyo estadounidense, primero implícito y luego explícito tras el reconocimiento de Donald Trump en 2020, ha permitido a Rabat consolidar una hegemonía casi total en la región. Francia, España, Alemania y el Reino Unido, cada uno por sus propios intereses energéticos, migratorios, personales o geoestratégicos, han ido alineando sus posiciones con la narrativa marroquí de las “provincias del sur”.

La República Árabe Saharaui Democrática (RASD), nacida de la resistencia del Frente Polisario, apenas sobrevive en el exilio argelino de Tinduf, sostenida por una legitimidad jurídica cada vez más abstracta. En el campo de batalla, la desigualdad es abismal; en el diplomático, devastadora. De los 84 países que alguna vez reconocieron a la RASD, hoy solo 47 mantienen vínculos oficiales.

La resolución del Consejo de Seguridad muestra, más que una decisión, una fatiga colectiva. Estados Unidos encabezó los 11 votos a favor. Rusia, China y Pakistán se bajaron los pantalones de manera vergonzosa y optaron por la abstención en vez de por el veto. Argelia, el tradicional sostén del Polisario, ni siquiera participó en la votación. El gesto no fue una rebelión, sino un síntoma: Argelia parece estar cansada de sostener una causa de la que ya no obtiene rédito estratégico.

El desinterés internacional tiene su explicación. En un mundo regido por la geopolítica de la estabilidad, Marruecos representa previsibilidad. En una región atravesada por conflictos en Libia, el Sahel y Sudán, Rabat ofrece a Occidente una pieza de orden, un aliado en la contención migratoria, la seguridad antiterrorista y la cooperación energética. Por contraste, para la geopolítica global el Sáhara Occidental aparece como un vestigio incómodo de la descolonización inconclusa, una anomalía que perturba las alianzas más rentables del presente.

El desenlace parece claro: Marruecos gana. Pero esta victoria contiene su propio desgaste. La autonomía saharaui bajo soberanía marroquí, presentada como “la solución más viable” por las principales potencias y esbirros del rey de Marruecos, como es el caso de la España actual, es una trampa de inestabilidad latente. No solo porque ignora la dimensión histórica y jurídica del conflicto, sino porque subestima la persistencia de una identidad saharaui que ha sobrevivido a medio siglo de exilio, represión y propaganda.

En Tinduf, en los territorios ocupados, en la diáspora que se extiende por España o Mauritania, el pueblo saharaui sigue organizándose, reinventando sus mecanismos de representación y resistiendo a la erosión del tiempo. Esa persistencia, invisible para las cancillerías pero viva en las familias, en las escuelas improvisadas del desierto, en los medios digitales de la juventud saharaui, es lo que mantiene abierta la posibilidad de autodeterminación, aunque hoy parezca un acto de fe más que un objetivo político.

Rabat ha invertido cuantiosas sumas en infraestructuras, carreteras y proyectos energéticos en las “provincias del sur”. Bajo el discurso del desarrollo, se esconde una estrategia de asimilación demográfica y simbólica: atraer, como hace el Estado genocida de Israel, colonos marroquíes, integrar a jóvenes saharauis en la administración local y modificar lentamente la composición social del territorio.

La promesa es pragmática: estabilidad a cambio de renuncia. Pero los modelos de “paz por inversión” rara vez perduran cuando las raíces del conflicto siguen intactas. El crecimiento económico no borra la memoria de la ocupación ni la fractura política.

La autodeterminación, en este contexto, podría ya no consistir en un referéndum binario, sino en un proceso gradual de autonomía efectiva, negociado desde la base, donde los saharauis recuperen capacidad de decisión sobre sus recursos, su educación y su identidad cultural.

Ese sería un modo posible de autodeterminación dentro del marco de Marruecos, si el reino asume que su control no puede basarse solo en el silencio y la fuerza.

El Tribunal Internacional de Justicia (1975) ya estableció que no existían lazos de soberanía entre Marruecos y el Sáhara Occidental. Y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (2024) reafirmó que el territorio es “separado y distinto” del reino alauí. En términos jurídicos, la cuestión parece resuelta. En términos políticos, es todo lo contrario: la historia ha sido reescrita por aquellos que han sucumbido al chantaje y la extorsión marroquí.

Pero la historia, como la arena del desierto, nunca se fija del todo. Cada intento de cerrar el expediente saharaui sin resolverlo realmente deja grietas por donde puede filtrarse una nueva forma de resistencia. En un mundo que multiplica los conflictos congelados (Ucrania, Palestina, Taiwán, Kosovo), el caso del Sáhara Occidental ilustra la tensión entre legalidad y poder, entre principios y equilibrios.

El Sáhara Occidental no ha desaparecido: ha cambiado de tiempo.
La autodeterminación, hoy, no depende de una votación improbable ni de un gesto de Naciones Unidas. Se juega en el terreno de la legitimidad cultural, en la memoria compartida de un pueblo que se niega a ser borrado. Aun cuando la comunidad internacional prefiere mirar hacia otro lado, el derecho a decidir persiste como una deuda abierta del sistema internacional, una herida que la realpolitik no ha podido cicatrizar.

Quizá, entonces, la pregunta no sea si la autodeterminación es posible, sino cuánto tiempo podrá el mundo seguir negándola.

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