La desafección política no nace solo de la corrupción, la polarización o el desgaste del poder. Se alimenta, sobre todo, de una sensación persistente: la de que los partidos han dejado de mirarse a sí mismos. La ausencia de autocrítica, más que los errores concretos, es hoy uno de los factores que erosiona la confianza ciudadana y vacía de contenido la rendición de cuentas.
En la política española contemporánea, reconocer un fallo se ha convertido en una rareza. No porque los errores hayan desaparecido, sino porque el sistema de incentivos castiga cualquier gesto que pueda interpretarse como debilidad. La lógica es conocida: admitir una equivocación es regalar munición al adversario. El resultado es un ecosistema donde la negación, la minimización o el desplazamiento de responsabilidades funcionan como mecanismos de supervivencia.
Este patrón no distingue siglas ni ideologías. Gobiernos y oposiciones operan bajo la misma premisa defensiva. Cuando un problema emerge, la prioridad no es analizarlo, corregirlo o explicarlo, sino controlar el relato. La política se gestiona como una secuencia de crisis comunicativas, no como un proceso deliberativo.
La autocrítica exige tiempo, matices y un cierto margen de incertidumbre. Justo lo que menos tolera el actual clima político. Las direcciones de los partidos han interiorizado que cualquier fisura interna será amplificada y utilizada como prueba de incompetencia o traición. Así, el error deja de ser una oportunidad de aprendizaje para convertirse en una amenaza existencial.
Este cierre en falso tiene consecuencias. Cuando los partidos no reconocen fallos evidentes , en la gestión, en los protocolos internos, en la selección de cuadros, trasladan a la ciudadanía la idea de que viven en una burbuja autorreferencial. No es tanto que se equivoquen, sino que se niegan a aceptar que lo han hecho.
La disciplina sustituye al debate
En ese contexto, la vida interna de los partidos se empobrece. La discrepancia se interpreta como deslealtad y la crítica interna como ruido innecesario. La disciplina orgánica sustituye al debate político, y la cohesión se impone como valor supremo, incluso cuando es artificial.
El efecto es doble. Por un lado, se debilitan los mecanismos de corrección interna: los problemas se detectan tarde y se gestionan peor. Por otro, se refuerza la percepción externa de que los partidos funcionan como estructuras cerradas, más preocupadas por protegerse que por representar.
La desafección no surge solo cuando la política falla, sino cuando parece incapaz de aprender de sus fallos. La ciudadanía tolera el error; lo que cuesta aceptar es la falta de reconocimiento. Cuando no hay autocrítica, el mensaje implícito es que las decisiones se toman sin posibilidad de rectificación, que el poder no se equivoca, solo es malinterpretado.
Esta distancia se agranda en un contexto de hiperexposición mediática. Cada declaración, cada gesto, cada silencio es observado en tiempo real. En lugar de aprovechar esa visibilidad para explicar complejidades, los partidos optan por simplificar hasta el extremo. La pedagogía democrática cede terreno al eslogan defensivo.
La ausencia de autocrítica no es solo un problema de imagen; tiene un coste institucional. Dificulta la mejora de políticas públicas, bloquea reformas internas necesarias y alimenta una dinámica de confrontación permanente. Cuando nadie admite errores, todo se convierte en culpa del otro, y el sistema entra en un bucle de reproches cruzados.
Además, esta lógica favorece la aparición de discursos antipolíticos que capitalizan el hartazgo. No porque ofrezcan mejores soluciones, sino porque conectan con una intuición compartida: que los partidos tradicionales han perdido la capacidad de examinarse con honestidad.
La autocrítica no es autoflagelación ni renuncia al proyecto propio. Es un ejercicio de responsabilidad democrática. Implica reconocer límites, corregir prácticas y explicar decisiones sin refugiarse en la propaganda. Hoy, ese gesto resulta incómodo porque rompe la narrativa de fortaleza constante que domina la escena política. Mientras los partidos sigan confundiendo firmeza con infalibilidad, la distancia con la ciudadanía seguirá creciendo. No por falta de mensajes, sino por exceso de certezas impostadas.