Gabriel Rufián desafía a la izquierda a hablar con claridad de migración aunque “incomode”, y reprocha las alianzas fallidas entre partidos. Su diagnóstico: muchos egos, poca estrategia y una derecha que no cambia, solo reordenan su fachada.
Hablar para no huir
Rufián sostiene que la izquierda ha cometido un error de cobardía intelectual: niega el tratamiento público de lo que Vox transforma en motor político. “La gente tiene miedo”, dice, y asegura que dejar ese espacio sin respuesta es entregarlo a quien impone el marco, no al que lo combate. No propone poesía: exige debatir con claridad sobre quién entra y quién decide, y hacerlo sin esconderse detrás de excusas institucionales.
Durante su entrevista reciente, el portavoz de ERC afirmó que quienes usan la migración como plataforma política tienen poco interés en resolver la desigualdad estructural. Para Rufián, no es un problema de migrantes, sino de pobres, y lo que promueven PP y Vox es el enfrentamiento entre los últimos. Si el discurso sobre inmigración no incorpora la redistribución, no es progresismo: es máscara.
Egos, rencillas y el reformismo parcial
La aspiración de una izquierda unida sobre el papel choca, según Rufián, con una realidad más mezquina: rencillas locales, egos nacionales, miedo a ceder territorio simbólico. Invoca el reto de formar coaliciones reales entre territorios —Galicia, Euskadi, Cataluña— en lugar de discursos unitarios desde Madrid. A su juicio, la unidad no será una convergencia de siglas sino un pacto de agenda concreta.
Cuando se le pregunta por Podemos o Sumar, no duda: el resentimiento colectivo (por ejemplo el desagradecimiento mutuo entre Díaz y los morados) ha hecho más daño que las diferencias programáticas. “La gente no sabe cómo nos llevamos. Y les da igual”, sentencia con dureza. Esa indiferencia colectiva, para él, exige que la izquierda deje de hablar entre ella y empiece a hablar hacia afuera.
Retratos invertidos del poder
Rufián apunta a una contradicción de particulares consecuencias: Feijóo habla, pero quien manda es Ayuso. Él lo ve diariamente en declaraciones, gestos y omisiones. Acusa al PP madrileño de tener el control real del partido nacional. Y cuestiona que el PP no haya nombrado el genocidio israelí cuando figuras como Fraga ya lo hacían en su época: el silencio contemporáneo es cobardía o complicidad.
Su fórmula, con fina ironía, marca al adversario no solo externo, sino interno: las amenazas no vienen solo de Vox, sino de un PP que disfraza su obediencia con retórica dura. El giro que pretende vender es percibido como maquillarismo. Y él no lo compra.